miércoles, 10 de junio de 2015

Sólo los niños... Sólo el amor...

Desde temprano, se habían sucedido los golpes, repiqueteos, enrosques, arrastres y todas las disonancias que ocupaban el aire aquella mañana, procedentes del sótano y emborronando el silencio. Norman probó de tan “dulce” forma la inagotable paciencia de su padre. Pese a contar sólo siete años recién cumplidos y no levantar dos palmos del suelo, sus valores alcanzaban las cotas más altas imaginables para un niño de su edad.
Arthur tuvo que forzar la puerta más que de costumbre, pues una pequeña astilla entorpecía accidentalmente, como una cuña, el impulso normal de las bisagras. Superado el escollo, quedó estupefacto ante la rocambolesca estampa que encontró:

-¿Otra vez, Norman? –Masculló al niño, sin duda aquejado del sueño del que no se había zafado todavía. -¿Por qué te gusta tanto desordenar mis herramientas?-. Indicó mientras se agachaba para recoger parte del estropicio.

El pequeño ni se inmutó. No apartó en ningún momento la vista del cachivache que manipulaba. Esta ausencia de reacción despertó la curiosidad de su padre. Tras rodearle, vio cómo atornillaba con destreza un extraño mecanismo, repleto de ruedas dentadas, muelles, poleas, amén de innumerables piezas de madera, adheridas de un modo peculiar a lo que parecía un reloj.

-¿Qué escondes ahí? –Inquirió Arthur a su hijo, que esta vez se sobresaltó. Daba la impresión de que hasta ese instante no se había percatado de su presencia.

Su modo de responder no fue otro que, acercándole con timidez el llamativo artefacto, accionarlo dándole cuerda durante unos segundos y esperar expectante, un milagro, después de colocarlo delicadamente a sus pies.
Tras un momento de incertidumbre, la máquina comenzó a ejecutar torpemente una combinación de danza y sinfonía, a la par que emitía una serie de luces. Un par de alarmantes chirridos hicieron saltar unos cuantos tornillos que de súbito detuvieron aquel juguete.

-JAJAJAJAJAJA. –Arthur no pudo contener una sonora risotada que, irremediablemente, condujo a los primeros sollozos de su hijo y ante los que, al percatarse, corrigió apresurado.
–Perdona cariño. –Aclaró. –Es muy bonito, pero me hizo gracia su sonido.
Echó mano entonces de la mayor de las diplomacias, esa que, de ser efectiva, te gratifica con el mejor de los premios, que no es otro que la sonrisa de un niño. -¿Para qué sirve tu ‘juguete’?
-¡No es ningún juguete! Tú no lo entiendes. –Acusó marcadamente Norman, completamente incapaz de disimular su enojo. Tras reponerse, trató de hacer comprensible para su progenitor el porqué de aquel prodigio. -Es una máquina del tiempo.

La palidez asoló el rostro de Arthur, a medias por la falta de tacto, a medias por lo insólito de la respuesta. Buscando en la insondable jungla de las palabras acertadas, concluyó, sonriendo: -¡Es un invento increíble! Aunque necesita unos retoques. Déjame ayudarte-.

Norman había desarrollado desde muy pronto una destreza única en sus manos, como se puede adivinar, pero este ingenio superaba todo lo anterior. Recuperada ya la calma, la consecuente cuestión no podía ser otra que: -¿Y a qué época tienes pensado viajar?
Con la mayor naturalidad, el chico afirmó: -A ayer por la mañana, papá.
-¿De verdad no quieres viajar más lejos? –Exclamó el padre sorprendido.
-No. Sólo quiero evitar la discusión que tuve ayer con la niña que me gusta del cole.

Esas simples y sinceras palabras, además de servir para tranquilizarle, una vez más, habían dejado maravillado a Arthur, enseñándole una nueva lección, al tiempo que le acercaban a comprender un poco más a Norman: sólo los niños imaginan las mayores maravillas, y sólo el amor nos empuja a hacerlas realidad.

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