jueves, 3 de abril de 2014

Entonces lo supe

El horóscopo del periódico aseguraba sin tapujos: "Encontrarás el amor verdadero". Menuda chorrada. Yo no creo en esas cosas. Quien escribe ese espacio de cuatro líneas en la sección de entretenimiento del diario es mejor novelista que muchos que ahora venden libros por toneladas. Imaginación no le falta, desde luego. Ni siquiera sé muy bien por qué me detuve a leer semejante sandez, pues no acostumbro. Pero desde luego, lo subsiguiente, ese sinsentido denominado 'prensa rosa', era ya demasiado repulsivo como para perder más tiempo desplazando mis pupilas sobre el papel reciclado.
Me encontraba en el lugar idóneo. De pie. Apoyado en un pilar del andén 4 de la estación, que resultaba ser el único con una papelera ajustada en su pétrea cintura. Una media vuelta con no demasiado estilo de bailarín y ese panfleto estaría en mejor sitio que entre mis manos.
Encestado el ejemplar, mi vista inquieta se posó primero en el maltrecho reloj sostenido desde una pobre uralita por un raquítico brazo de hierro. Como siempre, el gris de la ciudad coloreaba todo con su ineludible pincel. El paisaje y el espíritu se sumían en una atmósfera de hiel que impedía el discurrir normal del ritmo de las cosas. No sólo las agujas se desplazaban a cámara lenta, sino que hasta los trenes bailaban a ritmo similar. Hasta el sonido se distorsionaba inundado de ese aire plomizo. El tren de la rutina ya llevaba diez minutos de retraso y, el mero hecho de pensar en la bronca que me esperaba en la oficina, hizo que el resoplido emitido por mis labios retumbase como una ola colérica en los fríos huecos que aparecían de la nada en la estación.
Fue entonces cuando, tras el parpadear nervioso, repetido un par de veces de manera inconsciente, sentí cómo mis pupilas menguaban a la velocidad del rayo, permitiendo que mis cuencas luciesen, por un instante, una inmensidad de iris que -cual objetivo de cámara reflex- se ajustaban para definir un claro enfoque, no captado hasta ese momento, en que volví la mirada hacia las vías.
Allí mismo, en diagonal a mi situación, en el andén de acceso a los trenes, y en actitud semejante a la mía, la ví. Sus carrillos hinchados reflejaban en medio de aquella vida al ralentí, un bufido como el mío; a la vez que sus brazos abatidos, anclados a los bolsillos de su vaquero, daban claras muestras de un devenir de trapo en su cíclica existencia.
Casi sin tiempo a reaccionar, como el niño que huye de la lluvia que interrumpió su juego cuando apenas chispeaba, sentí el impulso irrefrenable de cruzar por las escaleras de comunicación entre vías. En menos de lo esperado ya estaban atronando sobre los peldaños las pesadas suelas de mis botas. No era habitual que un loco corriese como alma que lleva el diablo por aquella solitaria estación, pero en medio de ese mar de ensimismadas cabezas bajas, nadie se dignó a levantar el cuello hacia la pasarela que atravesaba vertiginosamente.
Por un instante, las agujas del mencionado reloj parecieron batir con furia, pues no esperaba alcanzar mi meta tan pronto. Lo que tenía claro era que no podía cederle terreno al pensamiento gélido antes de comprobar que mi arrebato no había sido en vano.
Casi tropecé cuando me erguí ante ella, asediado por la asfixia; cosa que no me impidió cerciorarme de que aquella miel en sus ojos, dio paso a una pincelada curva en su rostro que tiñó de pronto sus labios de un rojo carmesí. Aquel maravilloso aura que irradió súbitamente, me hizo darme cuenta de que todo cuanto nos rodeaba seguía ensombrecido. Sólo ella, sólo a mí, me estaba obsequiando en aquel mágico lapso con una brillante acuarela que no era sino fiel reflejo de la vida misma. Aquel difuminado rubor, indudablemente contagiado de todo lo anterior, aclaró completamente mis miras. Era una desconocida. Creo que no la había visto nunca por allí. Era una incógnita su destino de viaje. No habíamos cruzado una sola palabra. Pero sólo una persona podía mirarme como ella lo hizo en aquel momento. Resultó, por una vez, que el horóscopo tenía razón. Entonces lo supe.

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